(TIEL) Módulo XII El archivo del escritor
Consigna trece Escribir un relato a partir de una frase que provenga del discurso histórico, una frase hecha del tipo de las que se transcriben a continuación y de las que ya no sabemos si se dijeron o si son un mito o una invención, pero que siempre se las repite refiriéndolas a la relación entre una situación actual y una remota o descontextualizándolas. O bien escribirlo a partir de una imagen histórica fuertemente convencionalizada. Extensión máxima: 4 páginas.
Como modelo para esta actividad se propuso la lectura completa del cuento Muero contento. En ese cuento se recrean los últimos momentos de la vida del sargento Cabral, desde lo que el mismo sargento piensa, siente, ve. La imagen construida por Kohan contrasta con la imagen del Facundo Cabral de los manuales escolares, ya que los dichos de Cabral no revelan lo que él siente sino lo que se espera que él diga según los valores y prejuicios de la época.
Frase elegida por el tallerista:
-Tú también, hijo mío. (Julio César, antes de ser asesinado por Brutus)
Relato
15 de marzo del año 44 a. C. en Roma. Marzo, mes de Marte, el dios de la guerra. Un día especial y festivo para todos los romanos. Eran los idus de marzo, una de esas fechas que los romanos esperaban todo el año.
Había amanecido lluvioso y gris. Cayo Julio César, el pontífice, el legendario estratega militar, había dormido mal. Los dolores físicos y espirituales de tantos años de luchas políticas y militares estaban haciendo mella en un hombre que apenas había pasado los cincuenta años, pero que había vivido como si fueran quinientos.
A pesar de todo estaba tranquilo, decidido. Ello, a pesar de que recordaba el presagio que le había hecho un vidente en las fiestas lupercales: durante los idus de marzo, su vida correrá peligro. Paralelamente había recibido algunos informes que daban cuenta de un nuevo plan para asesinarlo. Eran rumores, pero justamente por eso se tornaban más peligrosos, porque faltaban certezas y datos sobre quiénes serían esta vez los conspiradores. Pero ya no le importaba. Solo quería terminar lo que llamaba “su misión histórica en Roma” y alejarse de allí, de todo lo que lo rodeaba.
Su secretario, Silio, le había recordado que al mediodía tenía que ir al Senado para presidir una reunión que él mismo había pedido. Lo sabía bien. Antes de salir a encontrarse con los senadores, Calpurnia, su esposa, le dijo que no fuera, que había tenido una pesadilla terrible. Pero Cayo Julio César la tranquilizó y le contestó que se quedara tranquila, que sería una reunión breve y que estaría de vuelta en dos horas a más tardar. Que en adelante estarían tranquilos.
Salió caminando sin escolta, acompañado solo por su secretario. A pesar de los ruegos de su esposa y de la sugerencia de su secretario, había preferido ir sin su guardia pretoriana. Quería que su concurrencia al Senado fuera rápida y la compañía de su guardia demoraría todo.
Estaba cansado y quería terminar de una vez por todas con las luchas internas que tantas vidas se habían cobrado. Había decidido irse de Roma después de los idus de marzo, luego de hablar con los senadores, con los optimates. Estaba seguro de que su autoridad, basada en su genio militar y en las muestras de clemencia y de perdón de las que había hecho gala durante las guerras civiles, bastarían para sellar una paz duradera que le permitiera a Roma enfocarse en sus enemigos externos y dejar de lado las luchas internas que tanto daño habían causado. Se sentía débil y cansado. Incluso había perdido esa ambición desmedida de poder que lo había acompañado casi desde su nacimiento y por tradición familiar. Estaba dispuesto a dar un paso al costado, a retirarse a una de sus villas del sur. Lo tenía decidido, aunque no se lo había contado a nadie. Y pensar que sus enemigos decían que quería perpetuarse en el poder (…)
No solo estaba cansado y débil, sino que tenía repetidas visiones donde siempre se le aparecían los mismos personajes: Pompeyo, su antiguo amigo Tito Labieno y muchos otros encumbrados ciudadanos romanos que habían muerto a manos de sus legiones o por medio de sus intrigas durante las guerras civiles. Esas apariciones lo atormentaban demasiado seguido. En el fondo sabía que había cometido incontables crímenes, bajezas y traiciones. Las que más le dolían eran las que había desplegado durante las guerras civiles, contra otros ciudadanos romanos como él; incluso contra personas de su entorno familiar. Siempre se había escudado en que todo había sido por el bien de Roma, pero en el fondo sabía que no era así. Ahora quería irse de Roma, necesitaba salir de esa ciudad fratricida que tanto lo había amado y a la que tanto le había dado.
Pensaba todo esto mientras se acercaba al lugar donde se reuniría con los senadores. Su secretario Silio le susurró algo al oído que César apenas escuchó. Estaba absorto en sus recuerdos, en sus visiones y en sus remordimientos. Se sentía solo y cansado, extremadamente cansado de todo.
Entró en el Teatro de Pompeyo donde accidentalmente estaba sesionando el Senado romano. Hizo su ingreso a la sala donde se llevaría a cabo la reunión y miró alrededor: divisó a muchos senadores amigos y a otros declaradamente enemigos, incluso a su hijo adoptivo Bruto. Todos lo esperaban expectantes. Nadie lo sabía, pero tenía pensado dar un breve discurso explicando los motivos que había madurado para dejar su cargo y para exiliarse de la vida política romana para siempre.
Se colocó en el centro de la sala y cuando se disponía a dar las razones de su renuncia, fue sorprendido por Servilio Casca que, puñal en mano, al mismo tiempo que se le abalanzaba, le dirigía una puñalada al pecho. El nerviosismo de Servilio Casca o un leve movimiento de César hizo que fallara y que apenas le rozara el hombro izquierdo. César agarró la daga con la que Servilio Casca lo había herido y se la clavó a éste en el brazo. Inmediatamente sufrió otro ataque por detrás y se volvió a ver quién lo había herido. Ahí se dio cuenta de que se trataba de Bruto, su hijo adoptivo y le espetó: “Tú también, hijo mío”. Ya lo habían arrinconado contra una de las paredes de la sala.
Cuando vieron que César había sido herido, se le abalanzaron entre cinco a diez personas. Apenas pudo reconocer a Servilio Casca, a Bruto y a Bucoliano, entre sus agresores. Las dagas subían y bajaban alternativamente sobre el cuerpo de César que ya se había rendido ante una lluvia de puñaladas. Finalmente fueron veintitrés puñaladas que terminaron con la vida del hombre más poderoso de la tierra que, paradójicamente, tenía pensado dar un paso al costado y convertirse en un ciudadano romano en el exilio.
Consigna catorce Optar por una de las consignas que se proponen a continuación («alfa» o «beta» o «gama»). Extensión máxima: 3 páginas.
De haber alguna correspondencia temática o formal con el texto escrito a partir de la consigna de escritura trece, aquel texto puede ser aprovechado para fusionarlo total o parcialmente con el de esta consigna.
Catorce gama Relatar un episodio histórico de su elección que se refiera a una muerte, una traición, un complot o un pacto; hacer una suerte de investigación bibliográfica sobre el hecho elegido, consultando libros de historia y/o archivos de documentos históricos.
Relato
Ya pasaron muchos años del famoso asesinato cometido en Roma. Creo que los odios y los deseos de venganza se aplacaron. Así que ahora puedo contar lo que viví durante aquellos fatídicos idus de marzo del año 44 a. C. como un espectador privilegiado. Voy a ser concreto, porque con la edad tiendo cada vez más a tener el vicio de divagar.
Mi nombre es Antistio y en su momento supe ser uno de los mejores médicos de Roma. O al menos eso decían. Conocí a Cayo Julio César cuando serví como médico militar en la campaña de las Galias. A partir de ahí fui su médico personal. Fui testigo de sus triunfos, de sus jornadas más gloriosas y también de sus actos más viles y ruines.
Pero no quiero divagar. Prometí ser concreto. Como dije, todo ocurrió durante los famosos idus de marzo. Una de las fechas más importantes para Roma. Los rumores de un atentado sobre Julio César se escuchaban por todos lados. Julio César se había quedado un poco preocupado porque en las fiestas lupercales, un vidente le había dicho que se cuidara durante los idus de marzo. Como saben, ese funesto presagio finalmente se cumplió.
Sus enemigos habían decidido acabar con él. Sus actos de gobierno resultaban cada día más antipáticos a un grupo de senadores que veían en Cayo Julio César una ambición desmedida dirigida a perpetuarse en el poder. No sé si esto era tan así, pero al menos creo que de ese modo lo percibían ellos.
El círculo de conspiradores entre la clase más pudiente de Roma crecía día a día. La idea, cierta o no, de que Julio César quería eternizarse en el poder y disolver la República se había instalado fuertemente en el imaginario popular.
Tengo el recuerdo de que lo había visto el día anterior. Como su médico personal tenía libre acceso a él y a sus aposentos. Era uno de los pocos que tenía esa libertad de movimientos para acercarme. Estaba cansado y un poco abstraído en sus pensamientos. Quizás un poco más que de costumbre. Me dijo que al día siguiente debía ir al Teatro de Pompeyo, donde sesionaba el Senado, para dar un breve discurso que traería muchas consecuencias para la política romana. No quiso decirme nada más. Lo noté tranquilo a pesar de lo que le esperaba al día siguiente.
Ese 15 de marzo todo se precipitó. Era el mediodía. Estaba atendiendo en el Templo de Esculapio y llegó corriendo un colaborador muy estrecho de Julio César. Me dijo que había escuchado que estaba en marcha un complot para asesinarlo en el Senado, que no sabía a quién recurrir y que había decidido contármelo a mí porque era el médico personal de César.
Dejé todo lo que estaba haciendo y fui corriendo hacia el Teatro de Pompeyo. Cuando llegué todo era alboroto. Había gente corriendo por doquier, algunos sonrían satisfechos, otros se agarraban la cabeza y lloraban. Alguien me reconoció y me dijo algo que no pude escuchar. Me abrí paso como pude entre los senadores que allí estaban. Vi a Servilio Casca agarrándose el brazo ensangrentado, a Bruto con una mirada de satisfacción en los ojos y a Bucoliano con una daga en la mano que aún tenía sangre fresca. Ninguno de los tres se apresuró en salir, lo hicieron caminando lentamente, mirándome a los ojos y ostentando su obra macabra. De repente me quedé solo ante el cuerpo de César que estaba contra una pared, como una fiera que había sido arrinconada por una jauría salvaje.
Al verlo allí tirado, de forma instintiva le grité, pero no obtuve respuesta. Me acerqué. Tenía la capa roja hecha jirones y numerosas heridas por todo el cuerpo. No había nada que hacer. Lo revisé lentamente y conté veintitrés heridas en su cuerpo. Recuerdo especialmente una superflua que tenía en el hombro izquierdo y una muy profunda, en el pecho. Esta última, dictaminé para mí, había causado su muerte.
Salí de ahí temblando y agarrándome de las paredes. Recordé las miradas de los asesinos y decidí salir inmediatamente de Roma. Como pude salí de la ciudad que era un hervidero. Nadie entendía qué había pasado. Logré llegar hasta el puerto de Ostia al atardecer. Desde Ostia me subí a una nave que estaba a punto de partir para Siria. Desde ese entonces vivo recluido en un barrio pobre de Damasco como un oscuro médico de pueblo.
Copyright©Alejandro
2024, mayo
Nota: las correcciones definitivas estuvieron a cargo del autor.